¿Por qué tuvo que morir Jesús?
¿Por qué tuvo que morir Jesús?
¿Dónde puedo hallar más gozo? ¿Cuál es el remedio para una conciencia atormentada y los sentimientos de culpa? ¿Cómo puedo conocer mejor a Dios? ¿Cómo puedo salir de la rutina espiritual en la que me encuentro? ¿Dios realmente me ama? ¿Cómo puedo crecer más en mi vida espiritual? ¿Dios me aceptará realmente cuando me muera? ¿Dónde puedo encontrar el poder para cambiar? ¿Cómo puedo ser más semejante a Cristo? Estas son solo algunas de todas las preguntas que me he formulado durante los más de diez años de cristiano. No soy el más rápido para entender las cosas, pero lo que he descubierto en los últimos años es que la respuesta a todas estas preguntas que me han preocupado como seguidor de Jesús ha estado siempre delante de mis narices. Lo que necesito no es la última técnica o novedad. Necesito la cruz. Necesito que mis ojos se abran más a la maravilla de la cruz; que mi corazón quede más cautivado por la belleza de la cruz; que mi vida sea más moldeada por el poder de la cruz; que mi fe esté más arraigada en la realidad de la cruz.
¿Solo un símbolo?
Si hiciera una encuesta en la calle y preguntara a hombres y mujeres qué significa la cruz para ellos, a menos que hayan descendido de una nave espacial fugaz, la mayoría aún le encontraría algún nexo con el cristianismo. Sin embargo, no todos saben bien de qué se trata. Para algunos, la cruz no es más que el equivalente cristiano a los arcos dorados del restaurante McDonald; un logotipo fácilmente reconocible adosado a los edificios, que indica dónde encontrar una iglesia, para aquel que lo desea. Para otros, es un interesante dibujo para tatuarse en algún lugar del cuerpo, junto a un yin-yang o a su signo del zodíaco. O un amuleto que se cuelgan del cuello para que les traiga buena suerte y los proteja de cualquier vampiro que ande rondando por el vecindario. O simplemente una reliquia de una época pasada, que marca el trágico final de la prometedora carrera de un gran maestro. Sin embargo, si hiciera la misma encuesta a los feligreses, las respuestas serían igualmente variadas. Para algunos, la cruz es solo un ejemplo de sacrificio que nos inspira a vivir una vida mejor. Para otros, es el punto donde Dios trata con lo que está mal en el mundo. Cualquier idea que conlleve un sacrificio por el pecado para salvarnos del juicio que merecemos se desecha como primitiva e inmoral. O se reconoce que la cruz es parte de la historia, pero se atribuye su acción real a otro momento: a la encarnación (cuando Jesús nace como un ser humano), o a la resurrección o al Pentecostés y el derramamiento del Espíritu. ¿Las respuestas a estas preguntas que planteo realmente se hallan en la cruz?
Un logo curioso
Hoy día, cuando los clubes deportivos tienen un animal como parte de su logotipo, tienden a elegir los que impresionan e intimidan a la oposición: osos, toros, tigres, leones. Lo mismo sucedió tiempo atrás, en el siglo I, cuando el cristianismo se extendió por todo el mundo antiguo. Cada legión del ejército romano llevaba con orgullo el símbolo del águila. ¡Imagínate si, en lugar del águila, hubieran ido a la batalla con un conejito, un ratón o un cordero! Y, sin embargo, para los primeros cristianos fue un cordero.
Un cordero no es ni remotamente impresionante. Es débil e indefenso. Y para los judíos, que celebraban la Pascua con el sacrificio de un cordero, era algo fácil de matar. Así que cuando los primeros seguidores de Jesús se enteraron de que se lo conocería como «el Cordero de Dios», habrán consultado al departamento de mercadeo. «¿No podemos tener un león en la insignia?». Sin embargo, tenía que ser un cordero, porque la muerte de Jesús es central para el mensaje cristiano: el evangelio. Su muerte fue nada menos que en una cruz, con todas sus asociaciones con la delincuencia, la vergüenza pública y la maldición divina. Cuando Juan el Bautista vio que Jesús se acercaba a él, dijo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Y en el último libro de la Biblia, Apocalipsis, se hace una referencia a Jesús como un león; pero no menos de veintisiete veces como el Cordero de Dios. En el trono del universo, por toda la eternidad, estará Dios y el Cordero (Apocalipsis 22:1). Los ángeles cantan: «El Cordero que fue inmolado es digno» (Apocalipsis 5:12). En la nueva creación, Jesús será conocido como el Cordero de Dios, porque su muerte sacrificial es clave para los propósitos eternos del Padre.
Y por eso la cruz también es clave para muchos de los problemas que nos aquejan. El objetivo de este breve pensamiento es que comprendamos el verdadero significado de la cruz y la valoremos mucho más. Y que, como resultado, vivamos cada vez más centrados en la cruz, que nos dejemos moldear más por ella, y que amemos y adoraremos más a Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo dio por todos nosotros.
No obstante, antes de profundizar en las preguntas, vale la pena leer uno de los relatos de lo que sucedió el primer Viernes Santo hace dos mil años…
"Crucifixión y muerte de Jesús"
26 Y llevándole, tomaron a cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevase tras Jesús. 27Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él. 28 Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. 29 Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. 30 Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. 31 Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará? 32 Llevaban también con él a otros dos, que eran malhechores, para ser muertos. 33Y cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, le crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. 34Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes. 35 Y el pueblo estaba mirando; y aun los gobernantes se burlaban de él, diciendo: A otros salvó; sálvese a sí mismo, si éste es el Cristo, el escogido de Dios. 36 Los soldados también le escarnecían, acercándose y presentándole vinagre, 37 y diciendo: Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo. 38 Había también sobre él un título escrito con letras griegas, latinas y hebreas: ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS. 39Y uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. 40Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? 41Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo. 42 Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. 43 Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. 44Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. 45 Y el sol se oscureció, y el velo del templo se rasgó por la mitad. 46 Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró. 47 Cuando el centurión vio lo que había acontecido, dio gloria a Dios, diciendo: Verdaderamente este hombre era justo. 48 Y toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho. 49 Pero todos sus conocidos, y las mujeres que le habían seguido desde Galilea, estaban lejos mirando estas cosas (Lucas 23:26-49).
¿Por qué necesitamos la cruz?
«Si hay un Dios, creo que estará muy contento de verme. Y si he pecado en algo, bueno, Dios me perdonará. Para eso es Dios».
Un paso importante como cristianos es reconocer cuán equivocada es esta actitud común y cuánto necesitamos la cruz. Sin embargo, existe el peligro de que, a medida que avanzamos en la vida cristiana, nos alejemos de la cruz y actuemos como si ya no la necesitáramos. O al menos, no tanto como al principio. Si pensamos que la cruz es solo un puente que nos lleva a Dios, podemos sentir que ahora que estamos con Él, la cruz ha quedado atrás. Ya hizo su trabajo. O podemos sentir que ahora tenemos una vida ordenada o hemos empezado a comportarnos como es debido. ¿Por qué necesitamos la cruz hoy tanto como antes? El profeta Isaías hablaba a individuos que pensaban que estaban bien como estaban y que no necesitaban la gracia de Dios. Sin embargo, luego, en Isaías 6:1-8, relata para beneficio de ellos cómo se encontró cara a cara con la realidad de cómo es Dios y cómo somos nosotros. Es una lectura estremecedora:
"En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí" (Isaías 6:1-8).
Una perspectiva correcta de Dios y una perspectiva correcta de nosotros mismos son como los dos cristales de un par de anteojos. Si falta uno o ambos, la visión es borrosa, y corremos el riesgo de no ver por dónde caminamos o de caernos. Sin embargo, cuando ambos están en su lugar, vemos claramente nuestra continua necesidad de la cruz. Calvino comienza sus Institutos —su teología monumental de la fe cristiana—, con estas palabras: Casi toda la sabiduría que poseemos; a saber, la verdadera y sólida sabiduría, consta de dos partes: el conocimiento que el hombre debe tener de Dios, y el conocimiento que debe tener de sí mismo. Luego continúa: El hombre nunca llega a un claro conocimiento de sí mismo, si primero no contempla el rostro de Dios… Porque al estar arraigado en nosotros el orgullo y la soberbia, siempre nos tenemos por justos, perfectos, sabios y santos, a menos que con pruebas manifiestas nos convenzamos de nuestra injusticia, maldad, locura e impureza. Por eso, necesitamos comenzar con estas dos verdades. A menos que tengamos esto en claro, nunca entenderemos por qué Jesús tuvo que morir.
Una grandiosa visión de Dios (vv. 1-4) Uzías había sido rey de Judá durante más de cincuenta años, y su fama se había extendido por todas partes, «mas cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina; porque se rebeló contra Jehová su Dios» (2 Crónicas 26:16). En juicio, Dios lo hirió con lepra, y vivió aislado los últimos años de su vida. En el año 740 a.C. murió de lepra. En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime (v. 1). Isaías tuvo una visión del rey. El verdadero rey. El Rey de reyes. Y lo que vio sacudió su vida hasta los cimientos. La majestad Isaías debió haberse sentido como una hormiga diminuta al contemplar ese imponente trono y al Señor Dios sentado en él, alto y sublime; el asiento de toda autoridad y todo poder en el universo. Incluso solo el borde de su túnica real llenaba el edificio del templo. Y aun los serafines, las criaturas celestiales que servían a Dios, tuvieron que cubrir sus rostros para no ver su impresionante majestad, como si se estuvieran protegiendo los ojos de la luz intensa de los rayos directos del sol.
Piensa en la persona más importante que hayas conocido. Tal vez te sientas un poco intimidado en su presencia. Sin embargo, si hubieras estado con Isaías, cuando la puerta del templo se abrió en aquella visión, te habrías quedado sin palabras al entrar, levantar la vista y ver al Rey en su trono. Imponente. Majestuoso.
La santidad
Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria (v. 3). Que Dios es santo significa que se distingue de nosotros, y es distinto de dos maneras. En primer lugar, es incomparable. Solo Él es el Creador, y todo lo demás ha sido creado. Como señala Isaías 40:25: «¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis?».
Y en segundo lugar, significa que Él no tiene pecado: es puro, perfecto, justo, recto. Pureza inmaculada. En hebreo, una forma de expresar el grado máximo de algo es repetir la palabra. Por lo tanto, cuando nuestras versiones castellanas de la Biblia usan el término «oro puro» (p. ej., 2 Reyes 25:15, NTV), en el hebreo original dice «oro, oro». En la visión de Isaías, los serafines declaran que Dios es «santo, santo, santo». Es lo más santo que alguien puede ser. Isaías estaba contemplando a Aquel cuyo poder es infinito y cuya gloria llena la tierra. Tan poderosas eran las fuertes voces de los serafines, que parecía que el edificio estaba a punto de derrumbarse. Y el humo, que simboliza la presencia de Dios, llenaba el lugar. Absolutamente estremecedor.
Nuestra idea de Dios
Las personas a veces dicen: Suelo pensar en Dios como…, y llenan el espacio en blanco con cosas como por ejemplo: una fuerza como la electricidad o alguien que cuida de nosotros a la distancia. Es mera imaginación. No dice nada sobre el Dios que realmente está presente y no resalta la necesidad de la cruz. A veces me gusta pensar en mi cuenta bancaria con un saldo positivo de varios millones, pero tarde o temprano la fantasía queda aplastada bajo el peso de la realidad. Aquí nos enfrentamos a cómo es Dios en verdad; es el Dios que está presente. En Salmos 50:21, Dios declara: «Pensabas que de cierto sería yo como tú». Es un error que todos tendemos a cometer. Dios no es solo una versión ligeramente superior a nosotros. Él es imponente en majestad y santidad, alto y sublime, sentado en el trono del universo.
La artista Tracy Emin recibió el encargo de diseñar una estatua para una ciudad británica. Se trataba de una pequeña ave encima de un poste de cuatro metros. Al preguntarle, declaró: «La mayoría de las esculturas públicas son un símbolo de poder que me parecen opresivas y lúgubres». Y explicó que quería algo «que apareciera y desapareciera, y que no fuera dominante». ¿No es eso exactamente lo que hemos hecho con Dios? Un Dios de imponente poder, majestad y santidad es bastante amenazador. Es mucho más razonable tener un pequeño Dios que no nos domine. Un Dios de bolsillo; un Dios pigmeo; un Dios como un ave sobre un poste, que aparece y desaparece cuando yo lo decido; un Dios no tan distinto de mí. Sin embargo, el Dios que contempló Isaías es el Dios que, en efecto, está presente.
¿Cómo fue ver a Dios cara a cara?
Una profunda conciencia del pecado (v. 5)
Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto (v. 5).
Este no era un simple «Ay», como el de aquel que está parado al borde del Cabo de Peñas (Asturias). Era el «Ay» de alguien aterrorizado. Isaías sabía que no sólo era pequeño en presencia de la grandeza absoluta, sino que además era un pecador en presencia de la santidad absoluta.
En su propio ser, sintió la impureza de sus labios y de los labios de su pueblo. ¿Por qué? Tal vez porque al escuchar la exclamación de los serafines, se dio cuenta de que era demasiado pecador para unirse a ellos. O tal vez porque sabía que lo que decimos revela lo que hay en nuestro corazón. Ver a Dios en su pureza inmaculada hizo que Isaías se diera cuenta de cuán pecador era. Se sintió expuesto. Era como un bolso que pasa por una máquina de rayos X en el aeropuerto; Dios podía ver todo en el corazón de Isaías. Incluso toda la inmundicia que Jesús dijo que hay en él:
"Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre)" (Marcos 7:21-23).
El rey Uzías, herido de lepra, debía pregonar «¡Inmundo! ¡Inmundo!» (Levítico 13:45). Isaías ahora se dio cuenta de que él no era distinto… moralmente. Lo que le abrió los ojos a tal hecho fue ver a Dios como realmente es.
En la obra clásica de Charles Kingsley, Los niños del agua, el personaje central es Tom, un jovencito deshollinador. Un día, en una enorme mansión, se pierde mientras se arrastra en el laberinto de humeros y chimeneas. En lugar de bajar por la chimenea de la cocina, sigue hasta el hogar de una habitación impecablemente blanca, donde una niña encantadora yace dormida entre sábanas de color blanco inmaculado, una habitación donde no se ve una mota de suciedad. Tom, el pequeño huérfano deshollinador, mira a su alrededor, encantado ante su primer atisbo de tanta belleza y pulcritud, ya que nunca había imaginado que pudiera existir algo tan impecable y hermoso.
Sin embargo, luego ve a una pequeña criatura mugrosa y llena de hollín de pies a cabeza, parada en la alfombra rosada en medio de un charco de sudor negro que gotea de su cuerpo. Está tan fuera de lugar en ese entorno, que sacude su puño y grita furiosamente: «¡Sal de aquí de inmediato!», pero la figura sucia también sacude su puño. Y de repente, por primera vez en su vida, el pobre Tom se da cuenta de que se está mirando en un espejo y se ve como realmente es. Se espanta. Con un grito desgarrador y desesperado, sale corriendo de la casa, y entre sollozos dice: «¡Debo limpiarme! ¡Debo limpiarme! ¿Dónde puedo encontrar un chorro de agua para lavarme y limpiarme?».
Ver a Dios en Su Santidad es como aparecer en esa habitación blanca inmaculada. De repente, nos vemos como realmente somos. Nos miramos en el espejo y vemos nuestra condición tan inapropiada ante la impecable presencia de Dios. Nos sentimos avergonzados, condenados, asustados. «¡Ay de mí! que soy muerto».
En nuestros peores momentos, simpatizamos bastante con nuestro pecado, pero la santidad de Dios implica que Él lo aborrece. Despierta su ira justa. Debe juzgarlo. Y como todos somos pecadores, ese futuro es aterrador. Llegará el día cuando «se meterán en las cavernas de las peñas y en las aberturas de la tierra, por la presencia temible de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando él se levante para castigar la tierra» (Isaías 2:19). La santidad absoluta y el poder absoluto son una combinación aterradora. Si nos consideramos básicamente personas buenas, nunca veremos nuestra necesidad de la cruz. Sin embargo, ver a Dios como realmente es expone lo que realmente somos.
En las vacaciones del verano de hace unos 10 años más o menos, en Torrevieja, el sol salía a las 5:30 de la mañana, y como las ventanas de mi dormitorio daban hacia el este, las cubrí con cortinas opacas. A la noche, las cortinas opacas se veían perfectas, pero cuando amanecía, no se podía negar que estaban llenas de agujeros. El sol brillaba como un reflector, incluso a través de los agujeros más pequeños. De manera similar, puedo considerarme bastante bueno, hasta que me coloco frente a la pureza de la santidad de Dios. Y luego, de repente, veo cuán lleno de agujeros estoy; entonces dejo de compararme con los demás y, en cambio, digo: «¡Ay de mí!».
Una experiencia transformadora de la gracia (vv. 6-8).
Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado (vv. 6-7).
Limpio del pecado.
Bajo el antiguo pacto, Dios dispuso un sistema de sacrificios para hacer expiación por los pecados del pueblo. Sin embargo, esos sacrificios de animales eran solo una figura, que representaba el sacrificio final de Cristo en la cruz. El carbón tomado del altar significaba que se había hecho un sacrificio. Isaías había confesado que era un hombre de labios inmundos, y ahora uno de los serafines toma un carbón encendido del altar y toca con él sus labios inmundos. Y en ese único acto simbólico, él queda limpio del pecado. Los serafines proclaman: «Es quitada tu culpa, y limpio tu pecado». Qué palabras tan maravillosas para Isaías o, incluso, para cualquiera de nosotros. «Es quitada tu culpa», la culpa real ante el Dios santo, así como el sentimiento de culpa. «Y [es] limpio tu pecado». Limpio aquí significa que la deuda del pecado ha sido cancelada, pagada en su totalidad.
Isaías no dijo: "Sí, soy impuro, pero espera. Me esforzaré más. Puedo portarme mejor. Dame una oportunidad y rectificaré". Isaías queda limpio en un instante, no por sus propios esfuerzos, sino por pura gracia de Dios. Y así como él recibió la gracia de Dios mediante ese sacrificio, cuando aceptamos el sacrificio máximo de Cristo por nosotros, escuchamos las mismas palabras que oyó Isaías: «Es quitada tu culpa, y limpio tu pecado». Esta es la única base sobre la que podemos presentarnos ante Dios. Como cristianos, debemos tener cuidado cuando comenzamos a pensar: "La verdad que soy bastante bueno. Hace años que soy cristiano. He mejorado en la piedad. Sirvo más que antes. Sé bastante. Y estoy haciendo más cosas que otras personas". Necesito recapacitar, arrepentirme de tanto orgullo y autoengaño, y volver a ver cómo es Dios y cómo soy yo.
Porque aunque fueras Billy Graham y hayas predicado a millones de personas, y decenas de miles se hayan salvado por medio de ti, sin la gracia divina mediante la cruz, ante Dios no eres más que un pecador perdido.
Enviado a servir
Cuando dependemos de la gracia de Dios, entonces —y sólo entonces—, estamos en condiciones de que Dios nos use. Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí (v. 8).
Limpio por la gracia de Dios, el profeta se ofrece alegremente para servirle. Y lo que pasó con Isaías podía suceder con el resto del pueblo de ese entonces, y con nosotros hoy. El ¡Ay de mí! ¡Sálvame! se convierte en: ¡Heme aquí, ¡envíame a mí! Eso es lo que hace la gracia. Si conozco la gracia de Dios en mí mediante la cruz, diré: "Señor, ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Cómo puedo servirte?". Si hay una necesidad en la iglesia, diré: "Heme aquí, envíame a mí". Si alguien necesita escuchar las buenas nuevas de Jesús, diré: "Heme aquí, ¡envíame a mí!"
Sin embargo, si no he experimentado la gracia de Dios, servir al Señor no tiene sentido y solo me hará sentir orgulloso. Al conversar con una pareja mayor que vino a una de las reuniones que hacíamos cuando yo estaba en Reto, les pregunté cuánto tiempo hacía que eran cristianos. Y el hombre dijo: «Bueno, se podría decir que ya soy como el encargado de la iglesia». Es una forma muy común de pensar, pero no significa nada. Podría estar haciendo todo tipo de cosas en la iglesia, pero nunca experimentar la Gracia de Dios en mí. Sin embargo, siempre que se experimenta la gracia de Dios, el servicio fluye. Y mientras servimos, debemos seguir dependiendo de la Gracia de Dios y estar cerca de la cruz; de lo contrario, nuestro servicio no producirá nada bueno en nosotros. Se convertirá en una carga y alimentará nuestro orgullo. Solo si tenemos siempre presente una imagen clara de cómo es Dios y cómo somos nosotros, veremos nuestra necesidad de la cruz. El puritano John Owen escribió:
"Hay dos cosas ideales para humillar el alma de los hombres; y son, primero, la debida consideración de Dios, y luego de sí mismos: de Dios, en su grandeza, gloria, santidad, poder, majestad y autoridad; de nosotros mismos, en nuestra maldad, vileza y pecado"
Si tenemos estas dos cosas en mente, está claro que la cruz de Cristo fue, es y será siempre nuestra mayor necesidad.
Gracia y Paz🙏
¡¡¡SOLI DEO GLORIA!!!
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